PATASLARGAS
Cuento corto
Siempre supo que iba a ser una
amazona. Cuando abrió sus ojos al mundo vió a su madre y seguramente, antes que
el rostro de su padre, el de algún brioso potrillo de los tantos que poblaban la enorme estancia familiar. La
suya era, como se decía allí, en Carlos
Casares, una familia de a caballo.
El que le enseño a montar y cabalgar
fue el abuelo Melchor, que la llevaba, en las
doradas mañanas de estío, a
recorrer las interminables hectáreas de La Blanqueada. Fue él, el que le regaló un petiso, cuando
cumplió los 6, ante la mirada atónita, desaprobadora y de pocos amigos de su
madre. Ese día su padre no estuvo. Como casi siempre, se hallaba en la capital
manejando los múltiples negocios familiares y
con su amante de ocasión. A su madre, la única indiferente a los caballos,
solo la entusiasmaban los autos y los largos viajes a Europa. De su infancia el mejor recuerdo era
indudablemente ese descendiente lejano de gringos aquerenciados en Argentina,
criollo como ningún otro.
Por las mañanas él en el
manchado y ella en su petiso cabalgaban campo traviesa hablando cosas de
niñas, cosas de abuelos y, por supuesto, de caballos.
Cuando Melchor vio sus
progresos con Manso, así se llamaba el petiso, premió a su nieta con un
potrillito al que ambos vieron nacer en la caballeriza, con la ayuda de Don
Evaristo, el veterinario de la estancia. Ella le eligió el nombre. Luego de
mucho pensar y cambiar ideas con su abuelo se decidió por Pataslargas… A
Melchor no le pareció muy adecuado pero
al final aceptó porque ya había decidido que en ese punto se iba a hacer la
voluntad de su nieta. Patalargas se entendió con la niña desde el primer
momento. Al poco tiempo se habían transformado en perfectos compañeros de
aventuras, el parecía interpretar hasta
sus deseos no expresados. Ella odiaba tomar clases de inglés y francés y clases
de danza… sólo quería montar a
Pataslargas y sentir la brisa dando de frente en su rostro mientras imaginaba
que su caballito era el más veloz del mundo. A la hora de la siesta a veces
lograba escaparse, lo iba a buscar y con la ayuda cómplice de algún peón lo
montaba y juntos iban a recorrer ese, su mundo ancho y verde lleno de luz y de
sol. Pero el destino le tenía preparada
una sorpresa. Una tarde, el caballo y la niña
se alejaron más de la cuenta, esa día Pataslargas parecía volar, y ella,
excitada y feliz, estimulaba a su
caballito con una arenga que él parecía comprender y acatar…
_ “Más rápido, más rápido, más rápido…”
La carrera, se volvió
desenfrenada… Nunca antes se había sentido así. Era una sensación salvaje de libertad absoluta.
“Si este momento pudiese ser para siempre”, pensó.
Lo que sucedió después nunca lo
pudo o quiso relatar. A la tarde su madre y Melchor notaron su
ausencia y salieron a buscarla, asustados, con la ayuda de la peonada. Melchor
dedujo que estaría cabalgando con su inseparable compañero, el que él le había
regalado.
Cuando caía la tarde la
encontraron tirada en medio del campo,muy alejada del casco. Estaba
inerte, pálida y apenas respiraba. Muy cerca, Pataslargas
intentaba arrastrarse hacia la niña,con una tremenda fractura expuesta
y una herida muy profunda en el cuello… Agonizaba. El rastro de sangre que
había dejado en el césped mostraba
que se había deslizado 3 o 4 metros hacia la niña en
un esfuerzo supremo por acercarse a ella.
El sufrimiento de Pataslargas
terminó en ese mismo momento, de la manera habitual en estos casos.
Una ambulancia aérea llegó en
forma urgente a recoger a la niña
Después de varios meses de
incertidumbre por su vida, se supo que estaba fuera de peligro y
que podría volver a la estancia con un par de personas capacitadas
que ayudarían en su recuperación. Se había salvado pero ya no volvería a
cabalgar… ni a caminar.
Entonces, se dedicó con ahínco
a estudiar inglés y francés y comenzó a tomar clases de dibujo y pintura. Quería dibujar caballos, quería dibujar a
Pataslargas. Se volvió taciturna, perdió la sonrisa. Miraba la inmensa alfombra
verde, a través de la ventana de su cuarto, siempre con lágrimas en los ojos
porque ya no la iba a poder recorrer con su fiel compañero. Al abuelo Melchor,
su otro compinche, también lo extrañaba. Preguntó por él cuando volvió del
sanatorio y le dijeron que había tenido que ausentarse repentinamente y no se
sabía cuando iba a retornar. Y no lo volvió a nombrar porque supo de inmediato
que se había ido al mismo lugar que Patalargas pero no se atrevían a decírselo.
Hay tristezas que algunos
abuelos no soportan y entonces se van.
Todas las noches entre llantos
se dormía pidiéndole a Dios volver a ver
a los dos y poder estar un rato largo con ellos, cabalgar en el cielo, si no se
podía en la estancia.
Pero Dios debía estar ocupado
porque no la oía…
Un día un camión llegó a la
estancia con un enorme encomienda que la tenía como destinataria.
Su padre, ese que no veía nunca, le enviaba un regalo por su cumpleaños con una
tarjeta donde prometía ir a visitarla cuando se encontrara un poco menos ocupado con sus negocios. Quienes la cuidaban rompieron el llamativo
envoltorio y cuando comenzó a asomar el presente se le paró el
corazón: Un brioso corcel de
brillantes colores, enorme, y y muy adornado asomaba desafiante, como queriendo
escaparse del soporte que lo sostenía y con el cual quedaba firme al piso.
No sabía si reír o llorar, si
alegrarse o enojarse, todo lo ocurrido detonaba otra vez en su mente al abrirse la
enorme caja que contenía el curioso
regalo de su padre.
La madre puso el grito en el
cielo. Desde el accidente su malhumor se había acentuado bastante. Ordenó con
voz imperativa:“quiten este mamotreto de la vista de todos, esto es una burla
de ese desalmado”
Lo estudió otra vez y le
pareció que el caballo la miraba de reojo como esperando su reacción. Por
primera vez desde el accidente se volvió a sentir viva, le latía fuertemente el
corazón.
Siempre supo que iba a ser una amazona. Cuando abrió sus ojos al mundo vió a su madre y seguramente, antes que el rostro de su padre, el de algún brioso potrillo de los tantos que poblaban la enorme estancia familiar. La suya era, como se decía allí, en Carlos Casares, una familia de a caballo.
Entonces, terminante, en un alarido, gritó: “No, es mi regalo y se
queda en este cuarto conmigo”
La madre la miró entre
sorprendida y furiosa, dio media vuelta y se fue farfullando en voz baja. “Es
difícil contradecirla después del accidente”, pensó.
El caballo quedó en su cuarto.
Durante el resto del día estuvo
distraída y no prestó atención a ninguna
de sus profesoras.Esa noche se quedó dormida sin
llorar, o quizás no se quedó dormida, no supo bien como fue, lo cierto es que
de repente vio a Pataslargas dentro de la habitación, acercándose para que lo
montara. Ella quiso decirle que no podía pero Melchor apareció de la nada y con
sus brazos enormes y fuertes la subió con suavidad mientras le decía: “que tu
madre no se entere…”