EN EL CAMINO DE LA ARBOLEDA
(Otro cuento de madrugada)
Hacía tiempo que la vida le
estaba haciendo zancadillas. y parecía
no querer darle respiro. La habían despedido
del trabajo, se le había
vencido el contrato de alquiler
del monoambiente amueblado que rentaba
en los suburbios y la dueña le había dicho que no le iba a renovar.
¿Renovar qué? No podía renovar,
había perdido el trabajo. A Fossati, el dueño del drugstore, le
habían bajado mucho las ventas,
y lo habían asaltado
tres veces en el transcurso del
año, por lo cual había decidido despedir a dos de las tres empleadas y comenzar
a cerrar durante la noche. Resultado: ella, por ser la última en entrar había
sido la primera en salir.
¡Si por lo menos el amor la
acompañara! Pero no, el último novio, había
resultado igual que el primero, el
segundo, el tercero…
Ya se lo habían dicho su madre
y su tía Cata, la que nunca se casó: “los hombres son todos iguales, una vez
que consiguieron lo que pretenden, se vuelan”… Y el último se había volado. Sí,
se había volado con el plasma que había logrado comprar en cuotas y la cámara
de fotos que había sacado en una rifa de su
club de futbol, del cual la había hecho fanática su padre, cuando vivía.
¡Todo mal! Con su madre no podía
volver, estaban mortalmente enfrentadas por diferencias conceptuales profundas…
¿Cómo seguir? ¿Dónde ir? ¿A quién
recurrir? Todas preguntas sin respuestas.
Con el contrato de alquiler
vencido y la dueña llamándola todos los días, sin trabajo, sin novio, y ahora
hasta sin televisor se dijo: “llegó el momento de levantar la carpa
y buscar nuevos horizontes”
Algo había que hacer. De un día para otro se encontraba en la calle y sola en
el mundo.
Sacó la valija de debajo de la
cama y colocó desprolijamente y a las
apuradas, las cuatro gastadas pilchitas que componían su vestuario. Retiró del
tarro de arroz los pocos pesos enrollados en un plástico que se habían salvado
del novio saqueador; contó los escasos billetes
y se desesperó: no tenía ni para pagar una semana en una pensión.
No lo pensó demasiado: “¡Me voy
a la m….. y que sea lo que Dios quiera,
peor no puedo estar!”
“¿Dios? ¿Qué Dios? Dios no
atiende a las chicas pobres” farfulló
mientras cerraba la valija. Cortó la luz,
cerró la llave del gas, se puso la plata en el morral y, valija en mano,
se fue derecho a la casa de la dueña del monoambiente y le entregó las llaves.
Fue un trámite rápido porque la dejó hablando sola de las cuentas de los
servicios, posibles daños y algunas otras cosas que no entendía muy bien porque
había comenzado a sentirse de forma extraña: le dolía la cabeza y estaba algo
mareada…
Hacía casi dos días que no comía…
Por un momento creyó que se iba a desmayar. Estaba asustada, no tenía rumbo
alguno. En un momento sintió que el piso comenzaba a flotar y se le nublo,
por un instante, la vista ¿Se venia el
desmayo? ¿Qué hacer?
“Un taxi, me tomo el primer
taxi que pase, si me desmayo arriba, seguro me va a llevar a un hospital”
Cuando el taxista le preguntó
con voz ausente
“¿Adónde vamos?”, sintió un
deseo incontrolable de abrir la puerta y tirarse, ¡no tenía donde ir! El hombre
la miró, desconfiado, por el espejo y repitió la pregunta, impaciente.
Titubeando y en forma casi
inaudible respondió: “A la terminal”
Y el taxista: “¿A la terminal
de ómnibus?”
“Si, si” replicó ella con un
hilo de voz. Necesitaba desplomarse en el asiento y poner la mente en blanco,
recuperarse, porque el malestar no cesaba. Cerró los ojos y debió haberse
quedado dormida porque la voz del taxista reclamando de forma perentoria el
importe del viaje la sobresaltó.
Pagó con un par de billetes del
escuálido rollito
que había guardado en el
morral. Tomó su valija, bajó
y comenzó a caminar
desorientada; nunca había estado ahí. Una señora, al verla sin saber a donde
dirigirse le
indicó el lugar de las
ventanillas de venta de pasajes creyendo que era lo que ella buscaba. La miró
con una mirada vacía y nada más porque el malestar le impidió
agradecer.
Sólo quería acomodarse en algún
lugar y descansar.
Como una autómata se dirigió a
las ventanillas. ¡Había mucha gente alrededor, parecían apurados, hablaban,
gesticulaban y ella se sentía tan cansada!
Alguien, sin querer la empujó y quedó justo en medio de una fila.
Una fila cualquiera, daba lo
mismo, si sacaba un pasaje
se podría sentar y cerrar los
ojos.
La sensación del piso flotante
se hacía cada vez más intensa, estaba muy mareada. Cuando estuvo frente a la
ventanilla el empleado la miró con
extrañeza, ella pudo darse cuenta que le preguntaba
algo con insistencia, pero no
entendía, oía palabras que le sonaban ajenas,
Para salir del mal momento,
musitó un “sí”, que fue casi
inaudible, pero el vendedor
pareció comprender y le extendió un pasaje. Ella le entregó el rollito de billetes rescatado del tarro de arroz que él abrió, desconfiado. Luego de contarlo le
entregó un vuelto mínimo.
Y después un enorme vacío en el
estómago y en la cabeza…. La nada.
La despertó un intenso estado
nauseoso, y una jaqueca feroz. El micro, iba por la ruta rumbo vaya uno a saber
donde.
No recordaba nada… La tarde caía y a lo lejos se veían tenues
lucecitas de algunas casas desperdigadas en medio del campo. En un impulso, se acercó, vacilante, al conductor
y le pidió que le permitiera bajarse, aduciendo
que iba a una de las casas del
poblado que se veía a lo lejos. El hombre, que hablaba entretenidamente con su
relevo, ni le prestó atención y entrando con cuidado en la banquina frenó para
dejarla bajar. ¡Un pasajero menos!
Bajó, y comenzó a caminar campo
traviesa. Le pareció que el aire la reanimaba un poco. No tenía idea de donde
estaba ni adonde se dirigía… lo mismo daba, en definitiva solo buscaba un lugar
donde acomodar ese pobre cuerpo que acusaba recibo de todo lo vivido en los
últimos tiempos.
El malestar iba en aumento… le
costaba caminar, le pesaban las piernas, sentía un enorme cansancio.
Un poco más adelante una
cortina de árboles invitaba al misterio, iba derecho hacia ellos. Cuando estuvo
cerca vio un sendero que se abría en medio y lo tomó. Pronto iba a caer la
noche.
¡Había hecho la peor elección!
Sin embargo, como no podía pensar, era inconsciente del peligro.
Iba caminando lentamente, se
sentía muy mal,
casi al borde del desmayo,
cuando vio una figura a lo lejos… Pensó que la lucidez la abandonaba por
completo, No era posible encontrar a alguien ahí, en ese lugar de tremenda
soledad. Las casas parecían estar a kilómetros de distancia!
Paró y respiró profundamente
tratando de oxigenar sus pulmones y de paso su cerebro que le jugaba tan mala
pasada. Cerró y abrió los ojos varias veces para verla desaparecer, pero fue
inútil. La figura se hacía más nítida a medida que se acercaba.
Cuando se dio cuenta que era un
hombre, se asustó. ¡Estaba totalmente indefensa y en estado de extrema
debilidad!
¿Qué había pasado con su vida
para que todo fuera tan difícil? Trataba de pensar, de imaginar cómo y hacia
donde escapar, pero tenía los pies clavados al suelo y ya ni podía moverse. La
figura se acercaba y a pesar de la incipiente penumbra alcanzó a divisarlo. Era muy alto y de gran
contextura, su piel parecía bastante morena.
El pelo largo, crenchudo y
oscuro daba un marco particular a un
rostro tan hermoso como fiero.
Sintió terror… estaba perdida.
El sujeto se acercaba, sin prisa y sin pausa… ya lo tenía muy cerca. Quiso
gritar y no le salió la voz…. Pensó que
Dios la había abandonado definitivamente y la congoja comenzó a estrangular su
garganta… la primera lágrima rodó, helada, por su mejilla.
Las ropas raídas del sujeto
rozaron las suyas. Se había parado frente a ella y la miraba fijamente con una
mirada intensa y penetrante. El ruido de las hojas que abanicaba el viento era
una sinfonía que tomaba por asalto el lugar.
Ella quería correr, huir, pero
no podía moverse. Los ojos clavados en los suyos la paralizaban, la
atravesaban! ¿Qué esperaba para abalanzarse, para golpearla, o herirla, matarla,
o…?
Solo la miraba fijamente… De
repente levantó sus brazos con lentitud, acercó sus manos a su rostro lloroso
y secó con sus dedos ásperos, las lágrimas. Ella advirtió que sus muñecas
estaban muy lastimadas, habían sangrado y tenían marcas como de ataduras. Al bajar instintivamente la mirada chocó con varias
manchas de sangre en su camisa. Entonces, pese al temor, lo miró a los ojos de nuevo… El miedo le abría
paso a la curiosidad. Se dio cuenta que
ese rostro fiero reflejaba un enorme
sufrimiento. La mirada intensa que le había parecido aterradora, dejaba trasuntar algo más que no podía definir. Se preguntaba si lo
que ocurría era real o producto de su estado calamitoso. La cordura la abandonaba. El sujeto tenía sangre en las ropas y en las manos... "¿Qué me pasa? ¡No puedo apiadarme de un asesino...! Loca, me estoy volviendo loca" fue lo último que alcanzó a pensar, en un paroxismo de terror y angustia.
Sin querer, se fue aflojando hasta que, de repente, las piernas se hicieron de algodón y ya no pudieron sostenerla más. Las fuerzas la abandonaban definitivamente… "Es el fin...." fue lo último que acudió a su mente.
Sin querer, se fue aflojando hasta que, de repente, las piernas se hicieron de algodón y ya no pudieron sostenerla más. Las fuerzas la abandonaban definitivamente… "Es el fin...." fue lo último que acudió a su mente.
Antes de desmayarse alcanzó a
sentir que los brazos de él la rodeaban y sostenían evitando que cayera pesadamente
sobre la tierra.
Cuando se despertó, era tarde
en la noche. Estaba en una cama humilde
pero limpia y bastante cómoda. Un par de viejos revoloteaba a su alrededor sin
hacer preguntas. La anciana le trajo un humeante plato de sopa y le sonrío
amablemente.
Mejor no decir nada. ¡Hacía
tanto tiempo que nadie la atendía, que nadie le servía un plato de comida! Se sentía
mucho mejor. Como la pareja no le decía nada, ella preguntó como había
llegado hasta allí.
Entonces le explicaron que una
mujer del puñado de ranchos que conforman el poblado había ido a la capillita a rezarle al Cristo, como todas las tardes, pero cuando llegó descubrió que lo habían
robado. Habían desclavado el Cristo de la cruz y se lo habían llevado. Alarmada,
dio aviso a los vecinos y algunos, los que pudieron, salieron a buscar al ladrón
y tratar de recuperarlo… Al ladrón no lo encontraron, al Cristo menos, solo
la habían encontrado a ella, desmayada, sobre
una especie de colchón de hojas y tapada con una camisa de hombre vieja y manchada. Entre
varios la pudieron subir a un carro para
traerla al poblado y cuidarla.
Las últimas palabras las escuchó
apenas. Se sumergió en un sueño tan profundo como reparador hasta la mañana
siguiente. La despertó el olor a pan recién hecho; un enorme y tazón
de leche caliente la estaba esperando. Fue
durante el desayuno que se animó a contarles el extraño cruce en el camino de la arboleda
. El matrimonio dedujo que se había tratado del ladrón del Cristo.
¡Sí, había sido el ladrón del
Cristo!
Al fin la suerte se acordaba
una vez de ella, por lo menos el
malviviente no le hecho nada, pensó reconfortada.
Luego de desayunar pidió que le
dijeran donde estaba la capillita. Quería ir a agradecer, estaba viva, tenía la panza llena, había dormido bajo un
techo y se había salvado de un loco suelto o peor que eso. Cuando llegó, se
cruzó con un paisano que le preguntó como estaba y le comentó alborozado que alguien
había recuperado el Cristo porque ya estaba de nuevo en la cruz.
Entro cabizbaja y cayó reverencialmente ante la humilde pero enorme cruz y rezó… rezó fervorosamente largo
rato agradeciendo el milagro de la vida, de ese nuevo comienzo luego de una
noche de terror e indefensión, la peor noche de su vida.
Cuando se levantó para
acercarse y tocar al Cristo robado con su mano, alzó su rostro para mirarlo por
primera vez y el corazón le dio un vuelco, un estremecimiento recorrió su
cuerpo y volvió a caer de rodillas, el
rostro bañado en lágrimas…
¡Hay miradas que no se olvidan jamás!
A.B.